Amo a mi esposo. Me encanta cuando desde mi habitación, le grito: «Te amo», y él, desde el estudio, y casi 8 segundos después, me responde: «Amo también». Sé la cantidad de segundos porque los he contado. Me gusta aguardar por su respuesta, espera que hace no mucho me exasperaba, pero ahora que lo conozco mejor, comprendo que no lo hace por desinterés o porque no me escucha, lo hace porque suele estar envuelto en sus cavilaciones y sumergido en sus pensamientos.
Cada uno de los hábitos y las rutinas que Jorge y yo abrazamos diariamente, desde el intercambio del “te amo”, el primer café y cigarrillo de la mañana, el té de guayusa de las tardes, y la sopa de queso de las noches, han terminado por tener su encanto. Cuando estamos concentrados en nuestras actividades, nos dejamos guiar por la música de fondo, que él coloca para enfocarse y que a mi me inspira a leer o a escribir.
La comida la hacemos juntos, actividad que disfrutamos pese a nuestro coincidente desamor por cocinar. Elaboramos cosas sencillas, ya que cualquier indicio de mínima creatividad se ha visto mermado por nuestros rotundos fracasos. El horno es nuestro enemigo declarado, no podemos hacer nada decente en él con excepción de la comida congelada. Esa rendición no fue sencilla, de hecho, en algún momento fue tal nuestra esperanza que hasta compramos papel para hornear, aunque también terminó por quemarse y generó una humareda en la cocina que nos causó terror al imaginar una inminente explosión del gas.
Si bien vivimos una derrota con el horno, nuestro aliado en la preparación de alimentos es el carbón, que prendemos y en el cual preparamos las comidas con éxito. La parrilla siempre nos unió, nos llevó a conocernos y a formar una familia. Hay quienes dicen que la carne une, para mí, y con mis debidas disculpas a los veganos, esa es una irrefutable verdad de la vida. Solemos acomodarnos en nuestro menudo patio trasero cuando ya no tenemos tantas tareas pendientes, o inclusive cuando hay muchas que nos apremian. Siempre es buen momento para sentarse al calor del asador, tomar una copa de vino y conversar sobre cualquier tema. Este hábito es nuestro, uno al que profesamos atención y que se ha convertido en parte de nuestras rutinas.
Son tantos nuestros hábitos, que una vez llegada la noche, siempre pido a Jorge, entre quejas y demandas infantiles, que coloque su mano, inevitablemente caliente, sobre mi vientre, al tiempo en que ubico mis helados pies junto a los suyos para robarle calor. Solo así logro conciliar el sueño, en su abrazo. Ese que se convierte en un acuerdo implícito entre ambos para dirigirnos al mundo de los sueños, y el cual nos hace sentir juntos, abrigados y en paz.
Admiro a mi esposo, por su creatividad, por el brillo que se enciende en sus ojos ante una genial idea, y por su perseverancia frente a lo que se propone. Me encanta por conservar el niño interior que pervive en él y porque profesa su opinión sin miramientos ni tapujos. Le amo porque ha visto el mundo y porque no tiene miedo a lanzarse de grandes alturas, por ser un poco nerd y porque es quien conforma la comisión transporte en los viajes, hecho que nos evita perdernos. De hecho, le quiero tanto que con él ya no tengo esos antiguos temores al establecimiento de las rutinas.
La instauración de estas es un efecto inevitable de la vida, al menos, de la gran mayoría de los seres humanos. Ahora entiendo que no son necesariamente malas, inclusive, algunas son sencillamente agradables. Creo que mi desagrado hacia ellas ha ido disminuyendo en forma proporcional al incremento de mi amor por él, por mi compañero, quien siempre imprime buen ánimo a todo lo que hacemos, por más sencillo y cotidiano que esto resulte.
No todos los días podemos hacer cosas extraordinarias, como: conocer un destino paradisíaco, saltar de un avión o publicar un libro; aunque sí podemos hacer nuestros días un poco más maravillosos al apreciar las pequeñas cosas de la vida, esas que a la final son las que importan siempre que calcen dentro del amor.
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